
x Martín Caparros - Quiero reconocerlo: lo primero que me llamó la atención fue su muerte. Los diarios la contaban y decían que había sido por una causa o un amor: en los últimos días de aquel siglo, las dos razones sonaban tan extrañas. Morir por una idea o por una pasión son dos anacronismos diferentes, pero participan de la misma esperanza: que más allá de aquí y ahora existe algo mejor, sin lo cual todo esto es muy poquita cosa. La muerte de Soledad me llevó a la de su novio, Edoardo: este libro podía haber sido la historia de dos muertes solitarias —y por lo tanto misteriosas. Un hombre y una mujer que se amaron aparecen colgados de formas semejantes en una celda y una granja del Piamonte. Allí quedaban sus vid as, sus misterios: cómo saber qué pasa cuando dos mueren solos, cuando no dejan notas que lo expliquen, cuando dejan enigmas. Toda muerte es una certeza que despierta infinidad de dudas —y algunas, muchas más. Es verdad: sus muertes me llevaron a buscarles la vida. A primera vista sus muertes cambiaron sus vidas por completo: las hicieron dignas de alguna forma de la historia. Quizás, en esta historia, sus vidas puedan cambiar sus muertes: prestarles un sentido, darles vida.