
“Teníamos catorce o quince años. El mundo tenía la medida exacta de nuestras pasiones. La intensidad de las ideas religiosas y el descubrimiento del deseo sexual nos hacía voraces. Eramos implacables en nuestros planes secretos. Alrededor la vida se desnudaba, más rápido que nosotras, en su vasta complejidad. Estábamos alertas porque teníamos una misión santa, pero no sabíamos cuál era. Cada casa, cada pasillo, cada habitación, cada gesto, cada palabra, necesitaba de nuestra vigilia. El mundo era monstruosamente bello. Fue entonces cuando conocí al Dr. Jano.”