A final de la segunda mitad del siglo XIX, en el Teatro de la Ópera
de París no se hablaba de otra cosa que de la existencia de un ser
extraño de apariencia aterradora que hacía imperar sus leyes en el palco
número cinco del teatro.
Las bailarinas de la ópera, el coro, las
limpiadoras, los ejecutivos, las acomodadoras, sobre todo Madame Giry,
que servía al palco del fantasma, todos hablaban atemorizados de que lo
habían visto en alguna ocasión.
Una noche especial en la que
los directivos del teatro pasaban la gerencia a los señores Debienne y
Poligny, por causas un tanto oscuras, todo estaba planeado para una gran
fiesta antecedida de una maravillosa función de ópera. La joven soprano
Christine Daaé cantaría la Margarita del “Fausto” de Gounod. Fue
todo un éxito. La alta sociedad parisina se dio cita en el teatro para
contemplarla. De entre la muchedumbre destacaban Philippe, el conde de
Chagny y su hermano el vizconde de Chagny, Raoul. Raoul, que pertenecía
por su casta familiar a la nobleza más adinerada había reconocido en
Christine a la niñita pequeña que les había servido en su casa cuando
junto a su padre un violinista vagabundo que fue contratado como su
profesor de música. Al terminar la función fue a visitarla a su camerino
con la esperanza de que lo recordara. Al entrar en el camerino vio a la
chica indispuesta, que lejos de recordarlo le pidió que se marchara
urgentemente, ante la insistencia del joven por estar con ella, pues se
había enamorado.
Raoul no era capaz de abandonarla, no sabía qué
hacer después de eso, así que decidió esconderse en el pasillo de es
sala de camerinos para esperar a que antes o después saliera. Cuál sería
su decepción cuando se dio cuenta de que Christine empezó a hablar con
una voz, con lo que pensó que su amor tenía pretendiente. Al dejar de
oír voces y viendo que pasado el tiempo no salía nadie del camerino,
pensó que debía entrar. No pudo creer lo que vio, o mejor aún, lo que no
vio: ¡allí no había nadie!.
Pasaron los meses y poco a poco
logró Raoul poderse acercarse a la señorita Daaé y hablar con ella. Una
noche, la noche de la Mascarada de la Ópera, mediante una carta privada
Christine pidió a Raoul que se hallara en uno de los salones del teatro a
una hora exacta, con el fin de poderse encontrar con ella. Raoul
accedió, aunque ya empezaba a cansarse de pasar momentos tan intrigantes
y misteriosos cada vez que deseaba verla. Al encontrarse los dos,
Christine indicó con señas que se debían dirigir a la terraza del
teatro, justo en el último piso, el más alejado del subsuelo. Allí
Christine, angustiada contó todo lo que le estaba sucediendo con un
ángel de la música. - ¡Es el fantasma, Raoul, él, Erik es bondadoso, me
ama, me ama tanto que me da lo que quiero, hasta la libertad!, no paraba
de repetir al enamorado vizconde. La muchacha le contó que era un
hombre deforme, un inmigrante escandinavo que fue abandonado por sus
padres, que les horrorizaba tener un monstruo tan horripilante y que
había aprendido a vivir en el subsuelo de la Opera sin el amparo de una
mano amiga a su lado. Le confesó que cuando Raoul se le acercó por
primera vez al camerino para recordarle que de niña ella y su padre
habían trabajado en su palacio, sí que lo recordaba, sólo que no pudo
reconocérselo porque sabía que el fantasma estaba apunto de llegar y que
era muy estricto con ella, pues le daba clases de canto, unas clases
maravillosas que la habían hecho progresar hasta un punto insólito que
no podía ni imaginar.
Christine no sabía bien lo que quería.
Pero en un momento de pasión le confesó su amor a Raoul mientras que sin
ellos saberlo Erik estaba espiándolos con el corazón destrozado. Los
dos enamorados idearon un plan para que al finalizar la función del día
siguiente pudieran escapar para siempre de París.
Al día
siguiente al terminar la formidable representación de ópera de la noche,
en la que Christine cantantó, el fantasma raptó a la chica ante los
ojos del teatro. Nadie podía creer lo que veía, sólo Raoul que
inmediatamente accedió a los subsuelos de la Ópera con un batallón de
policía. Erik había raptado a Christine para siempre. Al encontrarlo
Raoul se retó a muerte con el fantasma, la lucha por amor pudo estar a
favor de Erik cuando este llorando sus desgracias y mirando a Christine
dijo: -Estas demasiado enamorada de Raoul como para que lo mate,
¡Diablos, podéis ir tranquilos!.
Y así, el alma del pobre Erik
siguió vagando en la eternidad de los siglos por los subsuelos del
teatro, o quizás murió para siempre… .
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