Érase una vez un individuo, de nombre Harry, llamado el lobo estepario. Andaba en
dos pies, llevaba vestidos y era un hombre, pero en el fondo era, en verdad, un lobo
estepario. Había aprendido mucho de lo que las personas con buen entendimiento
pueden aprender, y era un hombre bastante inteligente. Pero lo que no había aprendido
era una cosa: a estar satisfecho de sí mismo y de su vida.
Esto no pudo conseguirlo.
Acaso ello proviniera de que en el fondo de su corazón sabía (o creía saber) en todo
momento que no era realmente un ser humano, sino un lobo de la estepa. Que discutan
los inteligentes acerca de si era en realidad un lobo, si en alguna ocasión, acaso antes
de su nacimiento ya, había sido convertido por arte de encantamiento de lobo en
hombre, o si había nacido desde luego hombre, pero dotado del alma de un lobo
estepario y poseído o dominado por ella, o por último, si esta creencia de ser un lobo no
era más que un producto de su imaginación o de un estado patológico. No dejaría de ser
posible, por ejemplo, que este hombre, en su niñez, hubiera sido acaso fiero e indómito
y desordenado, que sus educadores hubiesen tratado de matar en él a la bestia y
precisamente por eso hubieran hecho arraigar en su imaginación la idea de que, en
efecto, era realmente una bestia, cubierta sólo de una tenue funda de educación y
sentido humano. Mucho e interesante podría decirse de esto y hasta escribir libros sobre
el particular; pero con ello no se prestaría servicio alguno al lobo estepario, pues para él
era completamente indiferente que el lobo se hubiera introducido en su persona por arte
de magia o a fuerza de golpes, o que se tratara sólo de una fantasía de su espíritu. Lo
que los demás pudieran pensar de todo esto, y hasta lo que él mismo de ello pensara,
no tenía valor para el propio interesado, no conseguiría de ningún modo ahuyentar al
lobo de su persona.
El lobo estepario tenía, por consiguiente, dos naturalezas, una humana y otra lobuna;
ése era su sino. Y puede ser también que este sino no sea tan singular y raro. Se han
visto ya muchos hombres que dentro de sí tenían no poco de perro, de zorro, de pez o
de serpiente, sin que por eso hubiesen tenido mayores dificultades en la vida. En esta
clase de personas vivían el hombre y el zorro, o el hombre y el pez, el uno junto al otro,
y ninguno de los dos hacía daño a su compañero, es más, se ayudaban mutuamente, y
en muchos hombres que han hecho buena carrera y son envidiados, fue más el zorro o
el mono que el hombre quien hizo su fortuna. Esto lo sabe todo el mundo. En Harry, por
el contrario, era otra cosa; en él no corrían el hombre y el lobo paralelamente, y mucho
menos se prestaban mutua ayuda, sino que estaban en odio constante y mortal, y cada
uno vivía exclusivamente para martirio del otro, y cuando dos son enemigos mortales y
están dentro de una misma sangre y de una misma alma, entonces resulta una vida
imposible. Pero en fin, cada uno tiene su suerte, y fácil no es ninguna.
Ahora bien, a nuestro lobo estepario ocurría, como a todos los seres mixtos, que, en
cuanto a su sentimiento, vivía naturalmente unas veces como lobo, otras como hombre;
pero que cuando era lobo, el hombre en su interior estaba siempre en acecho,
observando, enjuiciando y criticando, y en las épocas en que era hombre, hacía el lobo
otro tanto. Por ejemplo, cuando Harry en su calidad de hombre tenía un bello
pensamiento, o experimentaba una sensación noble y delicada, o ejecutaba una de las
llamadas buenas acciones, entonces el lobo que llevaba dentro enseñaba los dientes, se
reía y le mostraba con sangriento sarcasmo cuán ridícula le resultaba toda esta
distinguida farsa a un lobo de la estepa, a un lobo que en su corazón tenía perfecta
conciencia de lo que le sentaba bien, que era trotar solitario por las estepas, beber a
ratos sangre o cazar una loba, y desde el punto de vista del lobo toda acción humana tenía entonces que resultar horriblemente cómica y absurda, estúpida y vana. Pero
exactamente lo mismo ocurría cuando Harry se sentía lobo y obraba como tal, cuando le
enseñaba los dientes a los demás, cuando respiraba odio y enemiga terribles hacia todos
los hombres y sus maneras y costumbres mentidas y desnaturalizadas. Entonces era
cuando se ponía en acecho en él precisamente la parte de hombre que llevaba, lo
llamaba animal y bestia y le echaba a perder y le corrompía toda la satisfacción en su
esencia de lobo, simple, salvaje y llena de salud.
Así estaban las cosas con el lobo estepario, y es fácil imaginarse que Harry no llevaba
precisamente una vida agradable y venturosa. Pero con esto no se quiere decir que
fuera desgraciado en una medida singularísima (aunque a él mismo así le pareciese,
como todo hombre cree que los sufrimientos que le han tocado en suerte son los
mayores del mundo). Esto no debiera decirse de ninguna persona. Quien no lleva dentro
un lobo, no tiene por eso que ser feliz tampoco. Y hasta la vida más desgraciada tiene
también sus horas luminosas y sus pequeñas flores de ventura entre la arena y el
peñascal. Y esto ocurría también al lobo estepario. Por lo general era muy desgraciado,
eso no puede negarse, y también podía hacer desgraciados a otros, especialmente si los
amaba y ellos a él. Pues todos los que le tomaban cariño, no veían nunca en él más que
uno de los dos lados. Algunos le querían como hombre distinguido, inteligente y original
y se quedaban aterrados y defraudados cuando de pronto descubrían en él al lobo. Y
esto era irremediable, pues Harry quería, como todo individuo, ser amado en su
totalidad y no podía, por lo mismo, principalmente ante aquellos cuyo afecto le
importaba mucho, esconder al lobo y repudiarlo. Pero también había otros que
precisamente amaban en él al lobo, precisamente a lo espontáneo, salvaje, indómito,
peligroso y violento, y a éstos, a su vez, les producía luego extraordinaria decepción y
pena que de pronto el fiero y perverso lobo fuera además un hombre, tuviera dentro de
sí afanes de bondad y de dulzura y quisiera además escuchar a Mozart, leer versos y
tener ideales de humanidad. Singularmente éstos eran, por lo general, los más
decepcionados e irritados, y de este modo llevaba el lobo estepario su propia duplicidad
y discordia interna también a todas las existencias extrañas con las que se ponía en
contacto.
Quien, sin embargo, suponga que conoce al lobo estepario y que puede imaginarse su
vida deplorable y desgarrada, está, no obstante, equivocado, no sabe, ni con mucho,
todo. No sabe (ya que no hay regla sin excepción y un solo pecador es en determinadas
circunstancias preferido de Dios a noventa y nueve justos) que en el caso de Harry no
dejaba de haber excepciones y momentos venturosos, que él podía dejar respirar,
pensar y sentir alguna vez al lobo y alguna vez al hombre con libertad y sin molestarse,
es más, que en momentos muy raros, hacían los dos alguna vez las paces y vivían
juntos en amor y compañía, de modo que no sólo dormía el uno cuando el otro velaba,
sino que ambos se fortalecían y cada uno de ellos redoblaba el valor del otro. También
en la vida de este hombre parecía, como por doquiera en el mundo, que con frecuencia
todo lo habitual, lo conocido, lo trivial y lo ordinario no habían de tener más objeto que
lograr aquí o allí, un intervalo aunque fuera pequeñísimo, una interrupción, para hacer
sitio a lo extraordinario, a lo maravilloso, a la gracia. Si estas horas breves y raras de
felicidad compensaban y amortiguaban el destino siniestro del lobo estepario, de manera
que la ventura y el infortunio en fin de cuentas quedaban equiparados, o si acaso
todavía más, la dicha corta, pero intensa de aquellas pocas horas absorbía todo el
sufrimiento y aun arrojaba un saldo favorable, ello es de nuevo una cuestión, sobre la
cual la gente ociosa puede meditar a su gusto. También el lobo meditaba con frecuencia
sobre ella, y éstos eran sus días más ociosos e inútiles.
A propósito de esto, aún hay que decir una cosa. Hay bastantes personas de índole
parecida a como era Harry; muchos artistas principalmente pertenecen a esta especie.
Estos hombres tienen todos dentro de sí dos almas, dos naturalezas; en ellos existe lo
divino y lo demoníaco, la sangre materna y la paterna, la capacidad de ventura y la
capacidad de sufrimiento, tan hostiles y confusos lo uno junto y dentro de lo otro, como
estaban en Harry el lobo y el hombre. Y estas personas, cuya existencia es muy agitada, viven a veces en sus raros momentos de felicidad algo tan fuerte y tan indeciblemente
hermoso, la espuma de la dicha momentánea salta con frecuencia tan alta y
deslumbrante por encima del mar del sufrimiento, que este breve relámpago de ventura
alcanza y encanta radiante a otras personas. Así se producen, como preciosa y fugitiva
espuma de felicidad sobre el mar de sufrimiento, todas aquellas obras de arte, en las
cuales un solo hombre atormentado se eleva por un momento tan alto sobre su propio
destino, que su dicha luce como una estrella, y a todos aquellos que la ven, les parece
algo eterno y como su propio sueño de felicidad. Todos estos hombres, llámense como
se quieran sus hechos y sus obras, no tienen realmente, por lo general, una verdadera
vida, es decir, su vida no es ninguna esencia, no tiene forma, no son héroes o artistas o
pensadores a la manera como otros son jueces, médicos, zapateros o maestros, sino
que su existencia es un movimiento y un flujo y reflujo eternos y penosos, está infeliz y
dolorosamente desgarrada, es terrible y no tiene sentido, si no se está dispuesto a ver
dicho sentido precisamente en aquellos escasos sucesos, hechos, ideas y obras que
irradian por encima del caos de una vida así. Entre los hombres de esta especie ha
surgido el pensamiento peligroso y horrible de que acaso toda la vida humana no sea
sino un tremendo error, un aborto violento y desgraciado de la madre universal, un
ensayo salvaje y horriblemente desafortunado de la naturaleza. Pero también entre ellos
es donde ha surgido la otra idea de que el hombre acaso no sea sólo un animal medio
razonable, sino un hijo de los dioses y destinado a la inmortalidad.
Toda especie humana tiene sus caracteres, sus sellos, cada una tiene sus virtudes y
sus vicios, cada una, su pecado mortal. A los caracteres del lobo estepario pertenecía el
que era un hombre nocturno. La mañana era para él una mala parte del día, que le
asustaba y que nunca le trajo nada agradable. Nunca estuvo verdaderamente contento
en una mañana cualquiera de su vida, nunca hizo nada bueno en las horas antes de
mediodía, nunca tuvo buenas ocurrencias ni pudo proporcionarse a sí mismo ni a los
demás alegrías en esas horas. Sólo en el transcurso de la tarde se iba entonando y
animando, y únicamente hacia la noche se mostraba, en sus buenos días, fecundo,
activo y a veces fogoso y alegre. Nunca ha tenido hombre alguno una necesidad más
profunda y apasionada de independencia que él. En su juventud, siendo todavía pobre y
costándole trabajo ganarse el pan, prefería pasar hambre y andar con los vestidos rotos,
si así salvaba un poco de independencia. No se vendió nunca por dinero ni por
comodidades, nunca a mujeres ni a poderosos; más de cien veces tiró y apartó de sí lo
que a los ojos de todo el mundo constituía sus excelencias y ventajas, para conservar en
cambio su libertad. Ninguna idea le era más odiosa y horrible que la de tener que ejercer
un cargo, someterse a una distribución del tiempo, obedecer a otros. Una oficina, una
cancillería, un negociado eran cosas para él tan execrables como la muerte, y lo más
terrible que pudo vivir en sueños fue la reclusión en un cuartel. A todas estas situaciones
supo sustraerse, a veces mediante grandes sacrificios. En esto estaba su fortaleza y su
virtud, aquí era inflexible, aquí era su carácter firme y rectilíneo. Pero a esta virtud
estaban íntimamente ligados su sufrimiento y su destino. Le sucedía lo que les sucede a
todos; lo que él, por un impulso muy íntimo de su ser, buscó y anheló con la mayor
obstinación, logró obtenerlo, pero en mayor medida de la que es conveniente a los
hombres. En un principio fue su sueño y su ventura, después su amargo destino. El
hombre poderoso en el poder sucumbe; el hombre del dinero, en el dinero; el servil y
humilde, en el servicio; el que busca el placer, en los placeres. Y así sucumbió el lobo
estepario en su independencia. Alcanzó su objetivo, fue cada vez más independiente,
nadie tenía nada que ordenarle, a nadie tenía que ajustar sus actos, sólo y libremente
determinaba él a su antojo lo que había de hacer y lo que había de dejar. Pues todo
hombre fuerte alcanza indefectiblemente aquello que va buscando con verdadero ahínco.
Pero en medio de la libertad lograda se dio bien pronto cuenta Harry de que esa su
independencia era una muerte, que estaba solo, que el mundo lo abandonaba de un
modo siniestro, que los hombres no le importaban nada; es más, que él mismo a sí
tampoco, que lentamente iba ahogándose en una atmósfera cada vez más tenue de falta
de trato y de aislamiento. Porque ya resultaba que la soledad y la independencia no eran
su afán y su objetivo, eran su destino y su condenación, que su mágico deseo se había
cumplido y ya no era posible retirarlo, que ya no servía de nada extender los brazos
abiertos lleno de nostalgia y con el corazón henchido de buena voluntad, brindando
solidaridad y unión; ahora lo dejaban solo. Y no es que fuera odioso y detestado y
antipático a los demás. Al contrario, tenía muchos amigos. Muchos lo querían bien. Pero
siempre era únicamente simpatía y amabilidad lo que encontraba; lo invitaban, le hacían
regalos, le escribían bonitas cartas, pero nadie se le aproximaba espiritualmente, por
ninguna parte surgía compenetración con nadie, y nadie estaba dispuesto ni era capaz
de compartir su vida. Ahora lo envolvía el ambiente de soledad, una atmósfera de
quietud, un apartamiento del mundo que lo rodeaba, una incapacidad de relación, contra
la cual no podía nada ni la voluntad, ni el afán, ni la nostalgia. Este era uno de los
caracteres más importantes de su vida.
Otro era que había que clasificarlo entre los suicidas. Aquí debe decirse que es
erróneo llamar suicidas sólo a las personas que se asesinan realmente. Entre éstas hay,
sin embargo, muchas que se hacen suicidas en cierto modo por casualidad y de cuya
esencia no forma parte el suicidismo. Entre los hombres sin personalidad, sin sello
marcado, sin fuerte destino, entre los hombres adocenados y de rebaño hay muchos que
perecen por suicidio, sin pertenecer por eso en toda su característica al tipo de los
suicidas, en tanto que, por otra parte, de aquellos que por su naturaleza deben contarse
entre los suicidas, muchos, quizá la mayoría, no ponen nunca mano sobre sí en la
realidad. El «suicida» -y Harry era uno- no es absolutamente preciso que esté en una
relación especialmente violenta con la muerte; esto puede darse también sin ser suicida.
Pero es peculiar del suicida sentir su yo, lo mismo da con razón que sin ella, como un
germen especialmente peligroso, incierto y comprometido, que se considera siempre
muy expuesto y en peligro, como si estuviera sobre el pico estrechísimo de una roca,
donde un pequeño empuje externo o una ligera debilidad interior bastarían para
precipitarlo en el vacío. Esta clase de hombres se caracteriza en la trayectoria de su
destino porque el suicidio es para ellos el modo más probable de morir, al menos según
su propia idea. Este temperamento, que casi siempre se manifiesta ya en la primera
juventud y no abandona a estos hombres durante toda su vida, no presupone de
ninguna manera una. fuerza vital especialmente debilitada; por el contrario, entre los
«suicidas» se hallan naturalezas extraordinariamente duras, ambiciosas y hasta
audaces. Pero así como hay naturalezas que a la menor indisposición propenden a la
fiebre, así estas naturalezas, que llamamos «suicidas», y que son siempre muy delicadas
y sensibles, propenden, a la más pequeña conmoción, a entregarse intensamente a la
idea del suicidio. Si tuviéramos una ciencia con el valor y la fuerza de responsabilidad
para ocuparse del hombre y no solamente de los mecanismos de los fenómenos vitales,
si tuviéramos algo como lo que debiera ser una antropología, algo así como una
psicología, serían conocidas estas realidades de todo el mundo.
Lo que hemos dicho aquí acerca de los suicidas se refiere todo, naturalmente, a la
superficie, es psicología, esto es, un pedazo de física. Metafísicamente considerada, la
cuestión está de otro modo y mucho más clara, pues en este sentido los «suicidas» se
nos ofrecen como los atacados del sentimiento de la individuación, como aquellas almas
para las cuales ya no es fin de su vida sus propias perfección y evolución, sino su
disolución, tornando a la madre, a Dios, al todo. De estas naturalezas hay muchísimas
perfectamente incapaces de cometer jamás el suicidio real, porque han reconocido
profundamente su pecado. Para nosotros, son, sin embargo, suicidas, pues ven la
redención en la muerte, no en la vida; están dispuestos a eliminarse y entregarse, a
extinguirse y volver al principio.
Como toda fuerza puede también convertirse en una flaqueza (es más, en
determinadas circunstancias se convierte necesariamente), así puede a la inversa el
suicida típico hacer a menudo de su aparente debilidad una fuerza y un apoyo, lo hace
en efecto con extraordinaria frecuencia. Entre estos casos cuenta también el de Harry, el
lobo estepario. Como millares de su especie, de la idea de que en todo momento le
estaba abierto el camino de la muerte no sólo se hacía una trama fantástica melancólicoEl
infantil, sino que de la misma idea se forjaba un consuelo y un sostén. Ciertamente que
en él, como en todos los individuos de su clase, toda conmoción, todo dolor, toda mala
situación en la vida, despertaba al punto el deseo de sustraerse a ella por medio de la
muerte. Pero poco a poco se creó de esta predisposición una filosofía útil para la vida. La
familiaridad con la idea de que aquella salida extrema estaba constantemente abierta, le
daba fuerza, lo hacía curioso para apurar los dolores y las situaciones desagradables, y
cuando le iba muy mal, podía expresar su sentimiento con feroz alegría, con una especie
de maligna alegría:
«Tengo gran curiosidad por ver cuánto es realmente capaz de aguantar un hombre.
En cuanto alcance el límite de lo soportable, no habrá más que abrir la puerta y ya
estaré fuera.» Hay muchos suicidas que de esta idea logran extraer fuerzas
extraordinarias.
Por otra parte, a todos los suicidas les es familiar la lucha con la tentación del
suicidio. Todos saben muy bien, en alguno de los rincones de su alma, que el suicidio es,
en efecto, una salida, pero muy vergonzante e ilegal, que en el fondo, es más noble y
más bello dejarse vencer y sucumbir por la vida misma que por la propia mano. Esta
conciencia, esta mala conciencia, cuyo origen es el mismo que el de la mala conciencia
de los llamados autosatisfechos, obliga a los suicidas a una lucha constante contra su
tentación. Estos luchan, como lucha el cleptómano contra su vicio. También al lobo
estepario le era perfectamente conocida esta lucha; con toda clase de armas la había
sostenido. Finalmente, llegó, a la edad de unos cuarenta y siete años, a una ocurrencia
feliz y no exenta de humorismo, que le producía gran alegría. Fijó la fecha en que
cumpliera cincuenta años como el día en el cual había de poder permitirse el suicidio. En
dicho día, así lo convino consigo mismo, habría de estar en libertad de utilizar la salida
para caso de apuro, o no utilizarla, según el cariz del tiempo. Aunque le pasase lo que
quisiera, aunque se pusiera enfermo, perdiese su dinero, experimentara sufrimientos y
amarguras, ¡todo estaba emplazado, todo podía a lo sumo durar estos pocos años,
meses, días, cuyo número iba disminuyendo constantemente! Y, en efecto, soportaba
ahora con mucha más facilidad muchas incomodidades que antes lo martirizaban más y
más tiempo, y acaso lo conmovían hasta los tuétanos. Cuando por cualquier motivo le
iba particularmente mal, cuando a la desolación, al aislamiento y a la depravación de su
vida se le agregaban además dolores o pérdidas especiales, entonces podía decirles a los
dolores: «¡Esperad dos años no más y seré vuestro dueño!» Y luego se abismaba con
cariño en la idea de que el día en que cumpliera los cincuenta años, llegarían por la
mañana las cartas y las felicitaciones, mientras que él, seguro de su navaja de afeitar,
se despedía de todos los dolores y cerraba la puerta tras sí. Entonces verían la gota en
las articulaciones, la melancolía, el dolor de cabeza y el dolor de estómago dónde se
quedaban.
Aún resta explicar el fenómeno específico del lobo estepario y, sobre todo, su relación
particular con la burguesía, refiriendo estos hechos a sus leyes fundamentales.
Tomemos como punto de partida, puesto que ello se ofrece por sí mismo, aquella su
relación con lo «burgués».
El lobo estepario estaba, según su propia apreciación, completamente fuera del
mundo burgués, ya que no conocía ni vida familiar ni ambiciones sociales. Se sentía en
absoluto como individualidad aislada, ya como ser extraño y enfermizo anacoreta, ya
como hipernormal, como un individuo de disposiciones geniales y elevado sobre las
pequeñas normas de la vida corriente. Consciente, despreciaba al hombre burgués y
tenía a orgullo no serlo. Esto no obstante, vivía en muchos aspectos de un modo
enteramente burgués; tenía dinero en el Banco y ayudaba a parientes pobres, es verdad
que se vestía sin atildamiento, pero con decencia y para no llamar la atención;
procuraba vivir en buena paz con la Policía, con el recaudador de contribuciones y otros
poderes parecidos. Pero, además, lo atraía también un fuerte y secreto afán constante
hacia el mundo de la pequeña burguesía, hacia las tranquilas y decentes casas de
familia, con jardinillos limpios, escaleras relucientes y toda su modesta atmósfera de
orden y de pulcritud. Le gustaba tener sus pequeños vicios y sus extravagancias,
sentirse extraburgués, como ente raro o como genio, pero no habitaba ni vivía nunca,
por decirlo así, en los suburbios de la vida, donde no hay burguesía ya. Ni estaba en su
elemento entre los hombres violentos y de excepción, ni entre los criminales y mal
avenidos con la ley, sino que se quedaba siempre viviendo en los dominios de la
burguesía, con cuyos hábitos, normas y ambiente no dejaba de estar en relación,
aunque fuera antagónica y rebelde. Además, se había criado en una educación de
pequeña burguesía y había conservado desde entonces una multitud de conceptos y
rutinas. Teóricamente no tenía nada contra la prostitución, pero hubiera sido incapaz de
tomar en serio personalmente a una prostituta y de considerarla realmente como su
igual. Al acusado de delitos políticos, al revolucionario o al inductor espiritual perseguido
por el Estado y por la sociedad podía estimar como a un hermano, pero con un ladrón,
salteador o asesino no hubiese sabido qué hacerse, como no fuera compadecerlos de un
modo un tanto burgués.
De esta manera reconocía y afirmaba siempre con una mitad de su ser y de su
actividad, lo que con la otra mitad negaba y combatía. Educado con severidad y buenas
costumbres en una casa culta de la burguesía, estaba siempre apegado con parte de su
alma a los órdenes de este mundo, aun después de haberse individualizado hacía mucho
tiempo por encima de toda medida posible en un ambiente burgués y de haberse
libertado del contenido ideal y del credo de la burguesía.
Lo «burgués», pues, como un estado siempre latente dentro de lo humano, no es otra
cosa que el ensayo de una compensación, que el afán de un término medio de avenencia
entre los numerosos extremos y dilemas contrapuestos de la humana conducta. Si
tomamos como ejemplo cualquiera de estos dilemas de contraposición, a saber, el de un
santo y un libertino, se comprenderá al punto nuestra alegría. El hombre tiene la
facultad de entregarse por entero a lo espiritual, al intento de aproximación a lo divino,
al ideal de los santos. Tiene también, por el contrario, la facultad de entregarse por
completo a la vida del instinto, a los apetitos sensuales y de dirigir todo su afán a la
obtención de placeres del momento. Uno de los caminos acaba en el santo, en el mártir
del espíritu, en la propia renunciación y sacrificio por amor a Dios. El otro camino acaba
en el libertino, en el mártir de los instintos, en el propio sacrificio en aras de la
descomposición y el aniquilamiento. Ahora bien, el burgués trata de vivir en un término
medio confortable entre ambas sendas. Nunca habrá de sacrificarse o de entregarse ni a
la embriaguez ni al ascetismo, nunca será mártir ni consentirá en su aniquilamiento. Al
contrario, su ideal no es sacrificio, sino conservación del yo, su afán no se dirige ni a la
santidad ni a lo contrario; la incondicionalidad le es insoportable; sí quiere servir a Dios,
pero también a los placeres del mundo; sí quiere ser virtuoso, pero al mismo tiempo
pasarlo en la tierra un poquito bien y con comodidad. En resumen, trata de colocarse en
el centro, entre los extremos, en una zona templada y agradable, sin violentas
tempestades ni tormentas, y esto lo consigue, desde luego, aun a costa de aquella
intensidad de vida y de sensaciones que proporciona una existencia enfocada hacia lo
incondicional y extremo. Intensivamente no se puede vivir más que a costa del yo. Pero
el burgués no estima nada tanto como al yo (claro que un yo desarrollado sólo
rudimentariamente). A costa de la intensidad alcanza seguridad y conservación; en vez
de posesión de Dios, no cosecha sino tranquilidad de conciencia; en lugar de placer,
bienestar; en vez de libertad, comodidad; en vez de fuego abrasador, una temperatura
agradable. El burgués es consiguientemente por naturaleza una criatura de débil impulso
vital, miedoso, temiendo la entrega de sí mismo, fácil de gobernar. Por eso ha sustituido
el poder por el régimen de mayorías, la fuerza por la ley, la responsabilidad por el
sistema de votación.
Es evidente que este ser débil y asustadizo, aun existiendo en cantidad tan
considerable, no puede sostenerse, que por razón de sus cualidades no podría
representar en el mundo otro papel que el de rebaño de corderos entre lobos errantes.
Sin embargo, vemos que, aunque en tiempos de los gobiernos de naturalezas muy
vigorosas el ciudadano burgués es inmediatamente aplastado contra la pared, no perece
nunca, y a veces hasta se nos antoja que domina en el mundo. ¿Cómo es esto posible?
Ni el gran número de sus rebaños, ni la virtud, ni el common sense, ni la organización
serían lo bastante fuertes para salvarlo de la derrota. No hay medicina en el mundo que
pueda sostener a quien tiene la intensidad vital tan debilitada desde el principio. Y sin
embargo, la burguesía vive, es poderosa y próspera. ¿Por qué?
La respuesta es la siguiente: por los lobos esteparios. En efecto, la fuerza vital de la
burguesía no descansa en modo alguno sobre las cualidades de sus miembros normales,
sino sobre las de los extraordinariamente numerosos outsiders que puede contener
aquélla gracias a lo desdibujado y a la elasticidad de sus ideales. Viven siempre dentro
de la burguesía una gran cantidad de temperamentos vigorosos y fieros. Nuestro lobo
estepario, Harry, es un ejemplo característico. Él, que se ha individualizado mucho más
allá de la medida posible a un hombre burgués, que conoce las delicias de la meditación,
igual que las tenebrosas alegrías del odio a todo y a sí mismo, que desprecia la ley, la
virtud y el common sense es un adepto forzoso de la burguesía y no puede sustraerse a
ella. Y así acampan en torno de la masa burguesa, verdadera y auténtica, grandes
sectores de la humanidad, muchos millares de vidas y de inteligencias, cada una de las
cuales, aunque se sale del marco de la burguesía y estaría llamada a una vida de
incondicionalidades, es, sin embargo, atraída por sentimientos infantiles hacia las formas
burguesas y contagiada un tanto de su debilitación en la intensidad vital, se aferra de
cierta manera a la burguesía, quedando de algún modo sujeta, sometida y obligada a
ella. Pues a ésta le cuadra, a la inversa, el principio de los poderosos: «Quien no está
contra mí, está conmigo.»
Si examinamos en este aspecto el alma del lobo estepario, se nos manifiesta éste
como un hombre al cual su grado elevado de individuación lo clasifica ya entre los no
burgueses, pues toda individuación superior se orienta hacia el yo y propende luego a su
aniquilamiento. Vemos cómo siente dentro de sí fuertes estímulos, tanto hacia la
santidad como hacia el libertinaje, pero a causa de alguna debilitación o pereza no pudo
dar el salto en el insondable espacio vacío, quedando ligado al pesado astro materno de
la burguesía. Esta es su situación en el Universo, éste su atadero. La inmensa mayoría
de los intelectuales, la mayor parte de los artistas pertenecen a este tipo. Únicamente
los más vigorosos de ellos traspasan la atmósfera de la tierra burguesa y llegan al
cosmos, todos los demás se resignan o transigen, desprecian la burguesía y pertenecen
a ella sin embargo, la robustecen y glorifican, al tener que acabar por afirmaría para
poder seguir viviendo. Estas numerosas existencias no llegan a lo trágico, pero sí a un
infortunio y a una desventura muy considerables, en cuyo infierno han de cocerse y
fructificar sus talentos. Los pocos que consiguen desgarrarse con violencia, logran lo
absoluto y sucumben de manera admirable; son los trágicos, su número es reducido.
Pero a los otros, a los que permanecen sometidos, cuyos talentos son con frecuencia
objeto de grandes honores por parte de la burguesía, a éstos les está abierto un tercer
imperio, un mundo imaginario, pero soberano: estos mártires perpetuos, a los cuales les
es negada la potencia necesaria para lo trágico, para abrirse camino hasta los espacios
siderales, que se sienten llamados hacia lo absoluto y, sin embargo, no pueden vivir en
él: a ellos se les ofrece, cuando su espíritu se ha fortalecido y se ha hecho elástico en el
sufrimiento, la salida acomodaticia al humorismo. El humorismo es siempre un poco
burgués, aun cuando el verdadero burgués es incapaz de comprenderlo. En su esfera
imaginaria encuentra realización el ideal enmarañado y complicado de todos los lobos
esteparios: aquí es posible no sólo afirmar a la vez al santo y al libertino, plegando los
polos hasta juntarlos, sino comprender además en la afirmación al propio burgués. Al
poseído de Dios le es, sin duda, muy posible afirmar al criminal, y viceversa; pero a
ambos, y a todos los otros seres absolutos, les es imposible afirmar aquel término tibio y
neutral, lo burgués. Sólo el humorismo, el magnífico invento de los detenidos en su
llamamiento hacia lo más grande, de los casi trágicos, de los infelices de la máxima
capacidad, sólo el humorismo (quizás el producto más característico y más genial de la
humanidad) lleva a cabo este imposible, cubre y combina todos los círculos de la
naturaleza humana con las irradiaciones de sus prismas. Vivir en el mundo, como si no
fuera el mundo, respetar la ley y al propio tiempo estar por encima de ella, poseer,
«como si no se poseyera», renunciar, como si no se tratara de una renunciación -tan
sólo el humorismo está en condiciones de realizar todas estas exigencias, favoritas y
formuladas con frecuencia, de una sabiduría superior de la vida.
Y en caso de que el lobo estepario, a quien no faltan facultades y disposición para
ello, lograra en el laberinto de su infierno acabar de cocer y de transpirar esta bebida
mágica, entonces estaría salvado. Aún le falta mucho para ello. Pero la posibilidad, la
esperanza, existe. Quien lo quiera, quien sienta simpatías por él, debe desearle esta
salvación. Ciertamente que de este modo él se quedaría para siempre dentro de lo
burgués, pero sus tormentos serían llevaderos y fructíferos. Su relación con la
burguesía, en amor y en odio, perdería la sentimentalidad, y su ligadura a este mundo
cesaría de martirizarlo constantemente como una vergüenza.
Para alcanzar esto o acaso para, al final, poder todavía osar el salto en el espacio,
tendría un lobo estepario así que enfrentarse alguna vez consigo mismo, mirar
hondamente en el caos de la propia alma y llegar a la plena conciencia de sí. Su
existencia enigmática se le revelaría al instante en su plena invariabilidad, y a partir de
entonces sería imposible volver a refugiarse una y otra vez desde el infierno de sus
instintos en los consuelos filosófico-sentimentales, y de éstos en el ciego torbellino de su
esencia lobuna. El hombre y el lobo se verían obligados a reconocerse mutuamente, sin
caretas sentimentales engañosas, y a mirarse fijamente a los ojos. Entonces, o bien
explotarían, disgregándose para siempre, de modo que se acabara el lobo estepario, o
bien concertarían un matrimonio de razón a la luz naciente del humorismo.
Es posible que Harry se encuentre un día ante esta última posibilidad. Es posible que
un día llegue a reconocerse, bien porque caiga en sus manos uno de nuestros pequeños
espejos, o porque tropiece con los inmortales, o porque encuentre quizás en uno de
nuestros teatros de magia aquello que necesita para la liberación de su alma
abandonada en la miseria. Mil posibilidades así lo aguardan, su destino las atrae con
fuerza irresistible, todos estos individuos al margen de la burguesía viven en la
atmósfera de estas posibilidades. Una insignificancia basta, y surge la chispa.
Y todo esto lo conoce muy bien el lobo estepario, aun cuando no llegue nunca a ver
este trozo de su biografía interna. Presiente su situación dentro del edificio del mundo,
presiente y conoce a los inmortales, presiente y teme la posibilidad de un encuentro
consigo mismo, sabe de la existencia de aquel espejo, en el cual siente tan terrible
necesidad de mirarse y en el cual teme con mortal angustia verse reflejado.
Para terminar nuestro estudio queda por resolver todavía una última ficción, una
mixtificación fundamental. Todas las «aclaraciones», toda la psicología, todos los
intentos de comprensión necesitan, desde luego, de los medios auxiliares, teorías,
mitologías, ficciones; y un autor honrado no debería omitir al final de una exposición la
resolución en lo posible de estas ficciones. Cuando digo «arriba» o «abajo», ya es esto
una afirmación que necesita explicarse, pues un arriba y un abajo no los hay más que en
el pensamiento, en la abstracción. El mundo mismo no conoce ningún arriba ni abajo.
Así es también, para decirlo pronto, una mentira el lobo estepario. Cuando Harry se
considera a sí mismo como hombre-lobo y piensa que está compuesto de dos seres
hostiles y contrarios, ello es puramente una mitología simplificadora. Harry no es un
hombre-lobo, y si nosotros también acogimos, aparentemente sin fijarnos, su ficción,
por él mismo inventada y creída, tratando de considerarlo y de explicarlo realmente
como un ente doble, como lobo estepario, nos aprovechamos de un engaño con la
esperanza de ser comprendidos más fácilmente, engaño cuya depuración debe
intentarse ahora.
La bidivisión en lobo y hombre, en instinto y espíritu, por la cual Harry procura
hacerse más comprensible su sino, es una simplificación muy grosera, una violencia
ejercida sobre la realidad en beneficio de una explicación plausible, pero equivocada, de
las contradicciones que este hombre encuentra dentro de sí y que le parecen la fuente
de sus no escasos sufrimientos. Harry encuentra en sí un «hombre», esto es, un mundo
de ideas, sentimientos, de cultura, de naturaleza dominada y sublimada, y a la vez
encuentra allí al lado, también dentro de sí, un «lobo», es decir, un mundo sombrío de
instintos, de fiereza, de crueldad, de naturaleza ruda, no sublimada. A pesar de esta
división aparentemente tan clara de su ser en dos esferas que le son hostiles, ha
comprobado, sin embargó, alguna vez que por un rato, durante algún feliz momento, se
reconcilian el lobo y el hombre. Si Harry quisiera tratar de determinar en cada instante
aislado de su vida, en cada uno de sus actos, en cada una de sus sensaciones, qué
participación tuviera el hombre y cuál el lobo, se encontraría en un callejón sin salida y
se vendría abajo toda su bella teoría del lobo. Pues no hay un solo hombre, ni siquiera el
negro primitivo, ni tampoco el idiota, tan lindamente sencillo que su naturaleza pueda
explicarse como la suma de sólo dos o tres elementos principales; y querer explicar a un
hombre precisamente tan diferenciado como Harry con la división pueril en lobo y
hombre, es un intento infantil desesperado. Harry no está compuesto de dos seres, sino
de ciento, de millares. Su vida oscila (como la vida de todos los hombres) no ya entre
dos polos, por ejemplo el instinto y el alma, o el santo y el libertino, sino que oscila
entre millares, entre incontables pares de polos.
No ha de asombrarnos que un hombre tan instruido y tan inteligente como Harry se
tenga por un lobo estepario, crea poder encerrar la rica y complicada trama de su vida
en una fórmula tan llana, tan primitiva y brutal. El hombre no posee muy desarrollada la
capacidad de pensar, y hasta el más espiritual y cultivado mira al mundo y a sí propio
siempre a través del lente de fórmulas muy ingenuas, simplificadoras y engañosas - ¡
especialmente a sí propio!-. Pues, a lo que parece, es una necesidad innata fatal en
todos los hombres representarse cada uno su yo como una unidad. Y aunque esta
quimera sufra con frecuencia algún grave contratiempo y alguna sacudida, vuelve
siempre a curar y surgir lozana. El juez, sentado frente al asesino y mirándolo a los ojos,
que oye hablar todo un rato al criminal con su propia voz (la del juez) y encuentra
además en su propio interior todos los matices y capacidades y posibilidades del otro,
vuelve ya al momento siguiente a su propia identidad, a ser Juez, se cobija de nuevo
rápidamente en la funda de su yo imaginario, cumple con su deber y condena a muerte
al asesino. Y si alguna vez en las almas humanas organizadas delicadamente y de
especiales condiciones de talento surge el presentimiento de su diversidad, si ellas,
como todos los genios, rompen el mito de la unidad de la persona y se consideran como
polipartitas, como un haz de muchos yos, entonces, con sólo que lleguen a expresar
esto, las encierra inmediatamente la mayoría, llama en auxilio a la ciencia, comprueba
esquizofrenia y protege al mundo de que de la boca de estos desgraciados tenga que oír
un eco de la verdad. Pero ¿ a qué perder aquí palabras, a qué expresar cosas cuyo
conocimiento se sobreentiende para todo el que piense, pero que no es costumbre
expresarlas? Cuando, por consiguiente, un hombre se adelanta a extender a una
duplicidad la unidad imaginada del yo, resulta ya casi un genio, al menos en todo caso
una excepción rara e interesante. Pero en realidad ningún yo, ni siquiera el más
ingenuo, es una unidad, sino un mundo altamente multiforme, un pequeño cielo de
estrellas, un caos de formas, de gradaciones y de estados, de herencias y de
posibilidades. Que cada uno individualmente se afane por tomar a este caos por una
unidad y hable de su yo como si fuera un fenómeno simple, sólidamente conformado y
delimitado claramente: esta ilusión natural a todo hombre (aun al más elevado) parece
ser una necesidad, una exigencia de la vida, lo mismo que el respirar y el comer.
La ilusión descansa en una sencilla traslación. Como cuerpo, cada hombre es uno;
como alma, jamás. También en poesía, hasta en la más refinada, se viene operando
siempre desde tiempo inmemorial con personajes aparentemente completos,
aparentemente de unidad. En la poesía que hasta ahora se conoce, los especialistas, los
competentes, prefieren el drama, y con razón, pues ofrece (u ofrecería) la posibilidad
máxima de representar al yo como una multiplicidad -si a esto no lo contradijera la
grosera apariencia de que cada personaje aislado del drama ha de antojársenos una
unidad, ya que está metido dentro de un cuerpo solo, unitario y cerrado-. Y es el caso
también que la estética ingenua considera lo más elevado al llamado drama de
caracteres, en el cual cada figura aparece como unidad perfectamente destacada y
distinta. Sólo poco a poco, y visto desde lejos, va surgiendo en algunos la sospecha de
que quizá todo esto es una barata estética superficial, de que nos engañamos al aplicar
a nuestros grandes dramáticos los conceptos, magníficos, pero no innatos a nosotros,
sino sencillamente imbuidos, de belleza de la Antigüedad, la cual, partiendo siempre del
cuerpo visible, inventó muy propiamente la ficción del yo, de la persona. En los poemas
de la vieja India, este concepto es totalmente desconocido; los héroes de las epopeyas
indias no son personas, sino nudos de personas, series de encarnaciones. Y en nuestro
mundo moderno hay obras poéticas en las cuales, tras el velo del personaje o del
carácter, del que el autor apenas si tiene plena conciencia, se intenta representar una
multiplicidad anímica. Quien quiera llegar a conocer esto ha de decidirse a considerar a
las figuras de una poesía así no como seres singulares, sino como partes o lados o
aspectos diferentes de una unidad superior (sea el alma del poeta). El que examine, por
ejemplo, al Fausto de esta manera, obtendrá de Fausto, Mefistófeles, Wagner y todos los
demás una unidad, un hiperpersonaje, y únicamente en esta unidad superior, no en las
figuras aisladas, es donde se denota algo de la verdadera esencia del alma humana.
Cuando Fausto dice aquella sentencia tan famosa entre los maestros de escuela y
admirada con tanto horror por el filisteo: Hay viviendo dos almas en mi pecho, entonces
se olvida de Mefistófeles y de una multitud entera de otras almas, que lleva igualmente
en su pecho. También nuestro lobo estepario cree firmemente llevar dentro de su pecho
dos almas (lobo y hombre), y por ello se siente ya fuertemente oprimido. Y es que,
claro, el pecho, el cuerpo no es nunca más que uno; pero las almas que viven dentro no
son dos, ni cinco, sino innumerables; el hombre es una cebolla de cien telas, un tejido
compuesto de muchos hilos. Esto lo reconocieron y lo supieron con exactitud los
antiguos asiarcas, y en el yoga budista se inventó una técnica precisa para
desenmascarar el mito de la personalidad. Pintoresco y complejo es el juego de la vida:
este mito, por desenmascarar el cual se afanó tanto la India durante mil años, es el
mismo por cuyo sostenimiento y vigorización ha trabajado el mundo occidental también
con tanto ahínco.
Si observamos desde este punto de vista al lobo estepario, nos explicamos por qué
sufre tanto bajo su ridícula duplicidad. Cree, como Fausto, que dos almas son ya
demasiado para un solo pecho y habrían de romperlo. Pero, por el contrario, son
demasiado poco, y Harry comete una horrible violencia con su alma al tratar de
explicársela de un aspecto tan rudimentario. Harry, a pesar de ser un hombre muy
ilustrado, se produce como, por ejemplo, un salvaje que no supiera contar más que
hasta dos. A un trozo de silo llama hombre; a otro, lobo, y con ello cree estar al fin de la
cuenta y haberse agotado. En el «hombre» mete todo lo espiritual, sublimado o, por lo
menos, cultivado, que encuentra dentro de sí, y en el «lobo» todo lo instintivo, fiero y
caótico. Pero de un modo tan simple como en nuestros pensamientos, de un modo tan
grosero como en nuestro ingenuo lenguaje, no ocurren las cosas en la vida, y Harry se
engaña doblemente al aplicar esta teoría primitiva del lobo. Tememos que Harry
atribuya ya al hombre regiones enteras de su alma que aún están muy distantes del
hombre, y en cambio al lobo partes de su ser que hace ya mucho se han salido de la
fiera.
Como todos los hombres, cree también Harry que sabe muy bien lo que es el ser
humano, y, sin embargo, no lo sabe en absoluto, aun cuando lo sospecha con alguna
frecuencia en sueños y en otros estados de conciencia difíciles de comprobar. ¡Si no
olvidara estas sospechas! ¡Si al menos se las asimilara en todo lo posible! El hombre no
es de ninguna manera un producto firme y duradero (éste fue, a pesar de los
presentimientos contrapuestos de sus sabios, el ideal de la Antigüedad), es más bien un
ensayo y una transición; no es otra cosa sino el puente estrecho y peligroso entre la
naturaleza y el espíritu. Hacia el espíritu, hacia Dios lo impulsa la determinación más
íntima; hacia la naturaleza, en retorno a la madre, lo atrae el más íntimo deseo: entre
ambos poderes vacila su vida temblando de miedo. Lo que los hombres, la mayor parte
de las veces, entienden bajo el concepto «hombre», es siempre no más que un
transitorio convencionalismo burgués. Ciertos instintos muy rudos son rechazados y
prohibidos por este convencionalismo; se pide un poco de conciencia, de civilidad y
desbestialización, una pequeña porción de espíritu no sólo se permite, sino que es
necesaria. El «hombre» de esta convención es, como todo ideal burgués, un
compromiso, un tímido ensayo de ingenua travesura para frustrar tanto a la perversa
madre primitiva Naturaleza como al molesto padre primitivo Espíritu en sus vehementes
exigencias, y lograr vivir en un término medio entre ellos. Por esto permite y tolera el
burgués eso que llama «personalidad»; pero al mismo tiempo entrega la personalidad a
aquel moloc «Estado» y enzarza continuamente al uno contra la otra. Por eso el burgués
quema hoy por hereje o cuelga por criminal a quien pasado mañana ha de levantar
estatuas.
Que el «hombre» no es algo creado ya, sino una exigencia del espíritu, una
posibilidad lejana, tan deseada como temida, y que el camino que a él conduce sólo se
va recorriendo a pequeños trocitos y bajo terribles tormentos y éxtasis, precisamente
por aquellas raras individualidades a las que hoy se prepara el patíbulo y mañana el
monumento; esta sospecha vive también en el lobo estepario. Pero lo que él dentro de sí
llama «hombre», en contraposición a su «lobo», no es, en gran parte, otra cosa más que
precisamente aquel «hombre» mediocre del convencionalismo burgués. El camino al
verdadero hombre, el camino a los inmortales, no deja Harry de adivinarlo
perfectamente y lo recorre también aquí y allá con timidez muy poco a poco, pagando
esto con graves tormentos, con aislamiento doloroso. Pero afirmar y aspirar a aquella
suprema exigencia, a aquella encarnación pura y buscada por el espíritu, caminar la
única senda estrecha hacia la inmortalidad, eso lo teme él en lo más profundo de su
alma. Se da perfecta cuenta: ello conduce a tormentos aún mayores, a la proscripción,
al renunciamiento de todo, quizás al cadalso; y aunque al final de este camino sonríe
seductora la inmortalidad, no está dispuesto a sufrir todos estos sufrimientos, a morir
todas estas muertes. Aun teniendo más conciencia del fin de la encarnación que los
burgueses, cierra, sin embargo, los ojos y no quiere saber que el apego desesperado al
yo, el desesperado no querer morir, es el camino más seguro para la muerte eterna, en
tanto que sabe morir, rasgar el velo del arcano, ir buscando eternamente mutaciones al
yo, conduce a la inmortalidad. Cuando adora a sus favoritos entre los inmortales, por
ejemplo a Mozart, no lo mira en último término nunca sino con ojos de burgués, y tiende
a explicarse doctoralmente la perfección de Mozart sólo por sus altas dotes de músico,
en lugar de por la grandeza de su abnegación, paciencia en el sufrimiento e
independencia frente a los ideales de la burguesía, por su resignación para con aquel
extremo aislamiento, parecido al del huerto de Getsemani, que en torno del que sufre y
del que está en trance de reencarnación enrarece toda la atmósfera burguesa hasta
convertirla en helado éter cósmico.
Pero, en fin, nuestro lobo estepario ha descubierto dentro de sí, al menos, la
duplicidad fáustica; ha logrado hallar que a la unidad de su cuerpo no le es inherente
una unidad espiritual, sino que, en el mejor de los casos, sólo se encuentra en camino,
con una larga peregrinación por delante, hacia el ideal de esta armonía. Quisiera o
vencer dentro de sí al lobo y vivir enteramente como hombre o, por el contrario,
renunciar al hombre y vivir, al menos, como lobo, una vida uniforme, sin
desgarramientos. Probablemente no ha observado nunca con atención a un lobo
auténtico; hubiese visto entonces quizá que tampoco los animales tienen un alma
unitaria, que también en ellos, detrás de la bella y austera forma del cuerpo, viven una
multiplicidad de afanes y de estados; que también el lobo tiene abismos en su interior,
que también el lobo sufre. No, con la «¡Vuelta a la naturaleza!» va siempre el hombre
por un falso camino, lleno de penalidades y sin esperanzas. Harry no puede volver a
convertirse enteramente en lobo, y silo pudiera, vería que tampoco el lobo es a su vez
nada sencillo y originario, sino algo ya muy complicado y complejo. También el lobo
tiene dos y más de dos almas dentro de su pecho de lobo, y quien desea ser un lobo
incurre en el mismo olvido que el hombre de aquella canción:
«¡Feliz quien volviera a ser niño!» El hombre simpático, pero sentimental, que canta
la canción del niño dichoso, quisiera volver también a la naturaleza, a la inocencia, a los
principios, y ha olvidado por completo que los niños no son felices en absoluto, que son
capaces de muchos conflictos, de muchas desarmonías, de todos los sufrimientos.
Hacia atrás no conduce, en suma, ninguna senda, ni hacia el lobo ni hacia el niño. En
el principio de las cosas no hay sencillez ni inocencia; todo lo creado, hasta lo que
parece más simple, es ya culpable, es ya complejo, ha sido arrojado al sucio torbellino
del desarrollo y no puede ya, no puede nunca más nadar contra corriente. El camino
hacia la inocencia, hacia lo increado, hacia Dios, no va para atrás, sino hacia delante; no
hacia el lobo o el niño, sino cada vez más hacia la culpa, cada vez más hondamente
dentro de la encarnación humana. Tampoco con el suicidio, pobre lobo estepario, se te
saca de apuro realmente; tienes que recorrer el camino más largo, más penoso y más
difícil de la humana encarnación; habrás de multiplicar todavía con frecuencia tu
duplicidad; tendrás que complicar aún más tu complicación. En lugar de estrechar tu
mundo, de simplificar tu alma, tendrás que acoger cada vez más mundo, tendrás que
acoger a la postre al mundo entero en tu alma dolorosamente ensanchada, para llegar
acaso algún día al fin, al descanso. Por este camino marcharon Buda y todos los grandes
hombres, unos a sabiendas, otros inconscientemente, mientras la aventura les salía
bien. Nacimiento significa desunión del todo, significa limitación, apartamiento de Dios,
penosa reencarnación. Vuelta al todo, anulación de la dolorosa individualidad, llegar a
ser Dios quiere decir: haber ensanchado tanto el alma que pueda volver a comprender
nuevamente al todo.
No se trata aquí del hombre que conoce la escuela, la economía política ni la
estadística, ni del hombre que a millones anda por la calle y que no tiene más
importancia que la arena o que la espuma de los mares: da lo mismo un par de millones
más o menos; son material nada más. No, nosotros hablamos aquí del hombre en
sentido elevado, del término del largo camino de la encarnación humana, del hombre
verdaderamente regio, de los inmortales. El genio no es tan raro como quiere
antojársenos con frecuencia; claro que tampoco es tan frecuente, como se figuran las
historias literarias y la historia universal y hasta los periódicos. El lobo estepario Harry, a
nuestro juicio, sería genio bastante para intentar la aventura de la encarnación humana,
en lugar de sacar a colación lastimeramente a cada dificultad su estúpido lobo estepario.
Que hombres de tales posibilidades salgan del paso con lobos esteparios y «hay
viviendo dos almas en mi pecho», es tan extraño y entristecedor como que muestren
con frecuencia aquella afición cobarde a lo burgués. Un hombre capaz de comprender a
Buda, un hombre que tiene noción de los cielos y abismos de la naturaleza humana, no
debería vivir en un mundo en el que dominan el common sense, la democracia y la
educación burguesa. Sólo por cobardía sigue viviendo en él, y cuando sus dimensiones lo
oprimen, cuando la angosta celda de burgués le resulta demasiado estrecha, entonces
se lo apunta a la cuenta del «lobo» y no quiere enterarse de que a veces el lobo es su
parte mejor. A todo lo fiero dentro de silo llama lobo y lo tiene por malo, por peligroso,
por terror de los burgueses; pero él, que cree, sin embargo, ser un artista y tener
sentidos delicados, no es capaz de ver que fuera del lobo, detrás del lobo, viven otras
muchas cosas en su interior; que no es lobo todo lo que muerde; que allí habitan
además zorro, dragón, tigre, mono y ave del paraíso. Y que todo este mundo, este
completo edén de miles de seres, terribles y lindos, grandes y pequeños, fuertes y
delicados, es ahogado y apresado por el mito del lobo, lo mismo que el verdadero
hombre que hay en él es ahogado y preso por la apariencia de hombre, por el burgués.
Imagínese un jardín con cien clases de árboles, con mil variedades de flores, con cien
especies de frutas y otros tantos géneros de hierbas. Pues bien: si el jardinero de este
jardín no conoce otra diferenciación botánica que lo «comestible» y la «mala hierba»,
entonces no sabrá qué hacer con nueve décimas partes de su jardín, arrancará las flores
más encantadoras, talará los árboles más nobles, o los odiará y mirará con malos ojos.
Así hace el lobo estepario con las mil flores de su alma. Lo que no cabe en las casillas de
«hombre» o de «lobo», ni lo mira siquiera. ¡Y qué de cosas no clasifica como «hombre»!
Todo lo cobarde, todo lo simio, todo lo estúpido y minúsculo, como no sea muy
directamente lobuno, lo cuenta al lado del «hombre», así como atribuye al lobo todo lo
fuerte y noble sólo porque aún no consiguiera dominarlo.
Nos despedimos de Harry. Lo dejamos seguir solo su camino. Si ya estuviese con los
inmortales, si ya hubiera llegado allí donde su penosa marcha parece apuntar, ¡cómo
miraría asombrado este ir y venir, este fiero e irresoluto zigzag de su ruta, cómo
sonreiría a este lobo estepario, animándolo, censurándolo, con lástima y con
complacencia!
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