Detrás de Severino Di Giovanni y
su impronta de anarquista vindicador, temido e implacable, se dibuja la
historia de amor más fascinante del país. Él, el hombre más buscado
por la policía argentina. Ella, apenas una adolescente. En el medio, los
sueños de un mundo libertario y una cacería que intentará todo para
separarlos.

“Buenos Aires, 3 de diciembre de 1928
Querido camarada: El motivo de la presente es, principalmente,
consultarlo. Tenemos que actuar, en todos los momentos de la vida, de
acuerdo a nuestro modo de ver y de pensar, de manera que los reproches o
las críticas de otra gente encuentren a nuestra individualidad
protegida por los más sanos conceptos de responsabilidad y libertad en
una muralla sólida que haga fracasar a esos ataques. Por eso debemos ser
consecuentes con nuestras ideas.
Mi caso, camarada, pertenece al orden amoroso. Soy una joven estudiante
que cree en la vida nueva. Creo que, gracias a nuestra libre acción,
individual o colectiva, podremos llegar a un futuro de amor, de
fraternidad y de igualdad.
Deseo para todos lo que deseo para mí: la
libertad de actuar, de amar, de pensar. Es decir, deseo la anarquía para
toda la humanidad. Creo que para alcanzarla debemos hacer la revolución
social. Pero también soy de la opinión de que para llegar a esa
revolución es necesario liberarse de toda clase de prejuicios,
convencionalismos, falsedades morales y códigos absurdos. Y, en espera
de que estalle la gran revolución, debemos cumplir esa obra en todas las
acciones de nuestra existencia. Para que esa revolución llegue, por
otra parte, no hay que contentarse con esperar sino que se hace
necesaria nuestra acción cotidiana. Allí donde sea posible, debemos
interpretar el punto de vista anarquista y, consecuentemente, humano.
En el amor, por ejemplo, no aguardaremos la revolución. Y nos uniremos
libremente, despreciando los prejuicios, las barreras, las innumerables
mentiras que se nos oponen como obstáculos...”.
***

1. Escucha sus pasos. El
rumor de sus zapatos avanzando por el pasillo, hacia la puerta del
frente. Adivina el perfil de su sombrero negro por encima de la tapia.
Fina no duda: toma la escoba, como cada tarde, como cada vez que la
sombra de ese extraño se acerca desde el patio del fondo, y sale a la
vereda. Barre, disimula. Espía al enigmático personaje, que es su
vecino, que es el nuevo inquilino de sus padres. Espera, afectando
indiferencia, el saludo formal del sujeto. Ella responde, casi un
susurro; le cuesta levantar la mirada. Él sigue su camino, pero antes de
llegar a la esquina, se detiene. La mira desde lejos, duda, y saluda
con la mano. Ahí están, otra vez, sus ojos celestes.
Con el rostro pleno
de rubores, Fina responde el gesto, sin soltar la escoba, sin reparar
en que en la vereda no queda ya una sola hoja seca desde hace días.
Ella, América Josefina Scarfó, 14 años, alumna
sobresaliente del segundo año del Liceo de Señoritas “Estanislao
Zeballos”. De familia católica y siciliana, sus padres alquilan una casa
modesta cerca de Floresta. Siete son sus hermanos, pero con Paulino y
con Alejandro la une un vínculo más profundo. Alejandro es su guía en
las lecturas; siempre dispuesto a ayudarla en sus estudios. Paulino es
su compañero de paseos, su confidente, el primero en acercarle
secretamente esos libros libertarios, prohibidos por sus padres. Paulino
es, justamente, el que les propone que le alquilen la vivienda del
fondo a un amigo italiano, de quien garantiza contar con excelentes
referencias. Allí, pasando la galería, el patio, las macetas, se hospeda
desde hace algún tiempo también la familia de aquel misterioso sujeto
de traje negro impecable, de ojos celestes penetrantes, rubio de 24
años. Allí vive con su esposa, Teresina, y sus tres hijos, Laura,
Aurora, Ilvo.
Pero, salvo Paulino y Alejandro, los Scarfó poco saben
del prontuario de su nuevo vecino. Apenas, que llegó a Buenos Aires en
mayo de 1923 a bordo del vapor Sofía, que es tipógrafo y linotipista de
oficio, que cultivaba flores en Ituzaingó y que las vendía al por mayor
en el Mercado de Abasto. Sospechan, eso sí, de sus simpatías por el
anarquismo, pero no pueden prever que su huésped será considerado por la
prensa “el hombre más maligno que pisó tierra argentina” y un “asesino
feroz e implacable”, apenas unos meses más tarde. Tampoco conocen cuál
es el motor que lo mantiene vivo cada día. No saben que es la acción
directa la que lo abrasa, que la violencia como recurso ante la
represión fascista lo consume, que no puede esperar, que no transige,
que no descansa ni concilia, que conoce el valor de la propaganda para
difundir la Idea, que procura cuidar las formas y el lenguaje en cada
artículo, que desprecia a sus camaradas charlatanes más que al enemigo
burgués.
(La nota completa en la edición Sudestada de colección # 5 Los últimos anarquistas)