Un recorrido por la construcción, crecimiento y demolición del mítico local ubicado en la calle Estados Unidos 1238, Constitución, que tras casi veinte años de existencia fue y es considerado un templo emblemático para gran parte de los artistas de culto de la escena rockera.
Cemento “fue una guarida. Un refugio sin par. Una razón social”, sostiene desde el prólogo el editor del Suplemento Si! de Clarín, José Bellas, y continúa ampliando: “Era inclusivo y pro, por usar dos de las palabras que hoy más utilizan las fuerzas políticas que pretenden manejar el país. Se hacía llamar (o estaba habilitado como) discoteca, pero era el paraíso para todos lo que no nos hallábamos en los locales de baile porteño: Podías ir en remeras y zapatillas, entrabas igual. Podías ver a las mejores bandas argentas en su mejor momento porque él “índice Cemento” era que si ya no podía tocar ahí ya estaban metiendo mucha gente… y cuando eso sucedía, era porque empezaban a fijarse en el número y ya era más fácil que empezaran a dejar de ser interesantes”.
Creado y gerenciado por el desaparecido empresario Omar Chabán (1952 - 2014), su apertura (fue inaugurado el 28 de junio de 1985) y los primeros tiempos dominan el comienzo del volumen. El lugar que aun mantenía con escombros detrás del escenario -se cuenta- , contaba con la actriz Katja Aleman (socia y pareja del fundador de origen árabe) como anfitriona y presentadora, ofrecía desde una parrilla donde se cocinaban choripanes, estufas a kerosén y hasta la posibilidad de admirar arte vivo. Todo, por supuesto, como adicional de los shows que marcaron una época y forjaron muchas carreras exitosas.
Por supuesto que los años de oro, que vieron crecer a los artistas más importantes de los últimos 30 años, repasan a través de muchos testimonios las imborrables actuaciones de agrupaciones como Patricio Rey sus Redonditos de Ricota, Sumo, Los Violadores, Memphis La Blusera, Rata Blanca, Los Auténticos Decadentes, Los Piojos, Viejas Locas, 2 Minutos, La Renga, Riff, Almafuerte, entre muchos otros. Incluso el autor agrega algunas muy curiosas, que exceden la escena del género emparentado con la rebeldía, tal es el caso del cuartetero Carlos “Mona” Jiménez o de los cultores de la cumbia villera, Damas Gratis.
Siendo entrevistado por Igarzábal (en reiteradas ocasiones), las declaraciones que el dueño de Cemento alcanzó a dejar para el libro van desde recordar su estrategia comercial (“Llamaba a los grupos un día antes y les decía: “¿Tocas mañana?”) o confesar del porqué de sus baños tan particulares (“Los hice todos de hierro porque la gente los pateaba y los rompía. Hasta las canillas me afanaban”); hasta revelar la clave de su mejora en el sonido: “Quería algo suave, que se entendiera la voz del rock porque nunca se entendía, y me molestaba, ¡no se entendía lo que cantaban! Al principio alquilaba sonido, pero en los noventa averigüé cuál era el mejor sistema que había y puse uno Meyer como el que estaba en el Teatro San Martín. Me salió $6000 dólares”.
Las páginas que conducen hacia el inexorable final del texto editado por Gourmet Musical, casi irónicamente, también nos lleva a los días finales del recordado local. Despidiendo el 2004, y mientras sucedía la tragedia de República de Cromagnón (literalmente), la banda Sancamaleón se convertía en la última en tocar allí. Su cantante Federico Cabral, uno de los que -sin proponérselo- quedarán en la historia para siempre, retorna a esa época donde “no había teléfonos ni Internet” (móvil), y relata sobre ese fatídico día: “Promediando el show de Nuca y antes de tocar nosotros, se sabía que había un par de muertos. Era un garrón lo que estaba pasando, por supuesto, pero no parecía ser una tragedia como la que fue. Cuando empezamos a tocar, se decía que había cuatro muertos. Nadie sabía con exactitud qué estaba pasando, cemento no tenía un “encargado”, era un espacio claramente más anárquico que cualquier lugar de hoy, donde un encargado te dice que tenés que tocar. Allí, no, casi no había reglas en ese sentido, y era un aparte de la magia. Nadie pensó en suspender el show, simplemente teníamos que tocar”.
Tras permanecer clausurado durante un largo tiempo, el lugar fue adquirido por el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, que lo transformó en un anexo de la Dirección de Infraestructura del Ministerio de Educación. Hoy en su terreno funciona un estacionamiento, paradójicamente, similar al que Chaban encontró cuando buscaba un local donde desarrollar sus disparatados sueños.
Cierra el ejemplar un capítulo, a modo de dossier, dedicado a enumerar los álbumes que se registraron en vivo en el lugar. Desde el debut en vivo de Catupecu Machu, con “A morir!!!” (1988), y pasando por otros históricos como “Aún yo te recuerdo” y La noche de las narices blancas”, de Flema; hasta el DVD que recoge la actuación de Ratones Paranoicos, en 1989 (2009).
Una obra que repasa las noches de locura vividas en un lugar que ya no existe pero que, como aquellas cosas y lugares inolvidables, dejan un huella que difícilmente pueda desaparecer.
Damián Cotarelo
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